Recuerdo el timbre de la escuela anunciando la pausa de las clases y el inicio del recreo. Todos los niños corriendo y abalanzándose al patio, ya sea para comer el lunch o para empezar un partido de fut. Gritos, risas, balonazos y charlas eran los sonidos que inundaban aquellos momentos mágicos de la infancia. Este conjunto de sensaciones es el que evoco cuando pienso en las paletas que me acompañaron, a mí y a la inmensa mayoría de los niños mexicanos, los primeros años de mi vida.

Dulces como la rocaleta o la Tix Tix evocan el pasado de una infancia
Recuerdo las mariposas en el estómago al abrir una paleta de manita y leer: “El amor anda cerca”; así como la picardía de “brindar” con mis amigas con una de tarro de cerveza. Había también un grupo de ellas muy popular: las picosas… De ahí, teníamos muchas de dónde escoger: la clásica de sandía, la de elote, la rocaleta, la ricaleta y la muy extraña paleta de pollito asado. Por otro lado, se encontraban las dulces, como la de cajeta, la Tix Tix, la Chupa Chups; y por supuesto, la famosa Paleta Payaso, la cual era además interactiva, ya que uno decidía qué comer primero, si los ojos y luego la boca, o primero darle una mordida e ir intercalando la boca y los ojos… en fin, siempre había maneras distintas de comer a ese alegre y delicioso payaso cubierto de chocolate.

La paleta Tutsi Pop merece una mención honorífica
Una mención honorífica requiere la madre de todas las paletas, la paleta por antonomasia, el origen y el fin de las paletas, la más rica, la que siempre estará presente en las infancias mexicanas, la más versátil, la que incluso nos hace plantearnos dudas filosóficas tales como “¿Cuántas chupadas hay que dar para llegar al centro chicloso”: la Tutsi Pop. Esta delicia sabor cereza viene con un centro de chicle al cual todos los niños ansiábamos llegar; quienes eran más pacientes chupaban el dulce hasta llegar a él, y los que no tanto mordían el dulce para disfrutar una mezcla heterogénea de goma de mascar con trozos jugosos sabor a gloria. Finalmente, otra forma de comerla era sumergida en otra joya de la dulcería mexicana: Miguelito, tanto en polvo como líquido.


Sobre todo, recuerdo que todos esos sabores hechos de distintas formas estuvieron siempre acompañados de amigos, hermanos y primos, quienes eran los cómplices perfectos para gastar nuestro domingo en la tiendita comprando unas paletas, para luego ir a jugar.